martes, 24 de febrero de 2009

Primera parte.

Todo comenzó hace dos años, cuando tenía 36 años. Yo era un simple médico en un pueblo pescador, perdido de la mano de Dios. Durante toda aquella mañana de Mayo había echo muy buen tiempo, pese a que la noche anterior habíamos tenido una gran tormenta. Supuse entonces que debió ser esa la causa de todo aquel alboroto.

Los niños se arremolinaban temprano en la playa, alrededor de unas rocas. Yo miré un par de veces por la ventana como se acercaba más gente, no le di importancia. Preparaba la consulta del día, un par de revisiones y a esperar por si acaso ocurría alguna urgencia, por si algún pescador sufría un accidente con los anzuelos o algún niño se caía por la calle y se raspaba las rodillas, cosas nimias. Iba de un lado a otro de la habitación, pasando de vez en cuando por delante de la ventana. Cogí el vademécum para despertarme un rato, no es una grata lectura, pero al menos refresca la memoria.


El remolino de gente en la playa se hizo muy patente. Tal vez algo había quedado varado, solía ser frecuente tras estas tempestuosas tormentas. Varias personas corrieron en dirección a mi casa y llamaron a la puerta que daba a la consulta. No tengo ninguna enfermera conmigo así que fui a abrir yo mismo.


Las cinco personas a las que abrí la puerta hablaban a la vez, confuso para alguien del propio pueblo, más lo hubiese sido para alguien ajeno. Entendí algunas palabras como “mujer”, “respira” y “malherida”. Enlazando esa poca información que saqué, concluí que efectivamente, una mujer malherida estaba en la playa y que por lo menos creían que aún seguía con vida. No me puse ni la bata siquiera y el vademécum cayó al suelo posiblemente doblando algunas hojas intermedias. Salí corriendo a la playa, crucé la única calle que me separaba del paisaje tropical de palmeras, arena fina y espuma de mar, y aparté a la gente que curiosa había acudido por puro morbo, sin darse cuenta de que al otro lado y a pocos metros de distancia un cartel, en una pared blanca de cal y encima de una puerta de madera, colgaba diciendo la palabra médico.


Cual fue mi sorpresa, que retuve hasta la respiración. Ya estaba de rodillas en la arena de la playa cuando la vi, tumbada de lado, nadie parecía haberla tocado, y sin duda entendí al instante porqué.


Digamos que en aquel momento en el informe que redacte con intención de presentar frente a las autoridades, escribí en efecto la palabra mujer. Describí exactamente, que había sido encontrada inconsciente sobre la arena de la cala, una joven de aproximadamente 18 años de edad, mostraba el cuerpo cubierto de posibles escamas y de un color verde intenso. Realmente todo era verde en ella, pelo, piel, labios, uñas, escamas… Podría decir obviedades tales como que carecía de cejas y pestañas en los párpados, que el pelo de la cabeza bajaba más allá de la nuca, naciendo incluso de entre los omóplatos, que sus uñas eran más bien garras, y que poseía lo que creí entender, dado el extraño caso, como membranas intradigitales, tanto en las manos, como en los pies, pues contaba con dos piernas bien definidas.


Estaba desnuda a excepción de algo parecido a una tela que cubría tan solo sus partes íntimas bajas. Sus pechos estaban al descubierto, sin nada, tan solo su color verde “natural” y un verde más oscuro en las aureolas de los pezones.


Si mis ojos no fallaban, y en esos momentos eché mano a mi cara para comprobar que mis gafas seguían en su sitio, se trataba de algo parecido a una sirena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario